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  2. Conan el destructor
  3. Capítulo 2
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los caballos —decía entre jadeos—. Podremos dejarlos atrás.

El peñasco cayó en el estrecho hoyo, y lo tapó.

Conan resopló, pero no le dio ninguna otra respuesta. El caballo del guerrero que les estaba observando iba cargado con tanta armadura como su jinete, ciertamente. Pensó que, aunque ellos dos pudieran sacarle ventaja, les duraría poco. Sus monturas eran del tipo que podía encontrar con urgencia un par de hombres necesitados de huir a toda prisa de Shadizar, aunque cada uno les hubiera costado lo mismo que un caballo de guerra del ejército real. Si huían al galope, ambos animales caerían rendidos al cabo de media milla, y tendrían que seguir adelante a pie; su perseguidor les daría alcance con toda comodidad.

El otro se había detenido en lo alto del cerro.

—¿A qué espera? —pregunto Malak, al mismo tiempo que tiraba de dos dagas que llevaba en el talabarte—. Si hemos de morir, no veo ninguna razón por la que…

De repente, el guerrero de negra armadura levantó el brazo y lo agitó en alto. Más de ochenta jinetes con armadura aparecieron aullando en lo alto del cerro, como una negra ola que se dividía a ambos lados del hombre que seguía inmóvil con el brazo en alto. A galope tendido, los guerreros cabalgaron a derecha e izquierda, y se cerraron en círculo en torno a Conan y Malak, a trescientos pasos de ellos.

—Ni que fuéramos un ejército —dijo Conan—. Parece que alguien nos considera peligrosos, Malak.

—Son tantos… —gimió Malak, y miró con dolor a los caballos de ambos, que ahora relinchaban, nerviosos, y piafaban como si hubieran querido echarse a correr. El ladrón parecía dispuesto a echarse a correr también—. El oro que nos gastamos por alquilarlos nos habría bastado para vivir varios meses en el lujo. ¿Quién podía pensar que Amfrates se irritaría tanto?

—Quizá no le gusta que le roben las gemas —le dijo Conan secamente.

—No nos llevamos todas las que tenía —murmuró el enjuto y fuerte ladrón—. Podría estar agradecido de que le dejáramos una parte. Habría podido gastarse un par de monedas quemando incienso en el templo para dar las gracias a los dioses por lo que le ha quedado. No hacía falta que…

El cimmerio apenas si escuchaba la tirada de su compañero. Hacía tiempo que había aprendido a escuchar selectivamente al hombrecillo, aunque solo fuera para no tener que oír cómo gemía por lo que podía o debía haber ocurrido, pero obviamente no ocurriría.

En aquel momento, el norteño de acerados ojos estaba atento a cuatro de los guerreros que los rodeaban, cuatro hombres que habían cabalgado juntos; estaban buscando algo en un fardo que colgaba de la silla de uno de ellos. Volvió a mirar hacia lo alto del cerro. Otro jinete, enmascarado, se había reunido con el primero que habían visto, y estaba observando lo que ocurría abajo.

Aquel primero que había aparecido en el collado sostuvo en alto un cuerno de bronce con espiral, similar a los cuernos de caza que empleaban los nobles. Se oyó una sonora nota en lo alto del cerro, y los cuatro que habían estado buscando en el fardo lo deshicieron de repente y arremetieron al galope contra Conan y Malak. Otros cuatro los siguieron y se unieron a ellos.

El corpulento cimmerio frunció todavía más el ceño. Venían con una red, y los que iban a los extremos blandían largas cachiporras, como para derribar a una presa que hubiera tratado de eludir la captura.

Malak dio dos nerviosos pasos hacia los caballos.

—Espera. —A pesar de la juventud de Conan, había una nota de autoridad en su voz que detuvo al ladrón menos corpulento—. Espéralos, si no quieres que nos cacen como a conejos. —Malak asintió, sombrío, y aferró las dagas todavía con mayor fuerza.

Los jinetes estaban cada vez más cerca. A cien pasos. Cincuenta. Diez. Los guerreros proferían gritos de triunfo en su ataque.

—Ahora —dijo Conan, y saltó… a la red.

Gimiendo, Malak le siguió.

A medio salto, el sable del cimmerio abandonó por fin su vaina de raído chagrín. Con la fuerza de los robustos hombros de Conan, el acero rasgó la red por una esquina. El jinete que la había sujetado por allí siguió adelante, gritando de sorpresa; solo le había quedado un jirón de grueso cordel en la mano. Otro guerrero que le seguía soltó las riendas y desenvainó el sable curvo que le colgaba del talabarte. Conan se arrojó al suelo para evitar su mandoble y luego acometió hacia arriba, y su acero entró por debajo de la negra coraza. El traspasado guerrero pareció saltar hacia atrás desde la silla de montar.

Mientras aún caía, Conan le extrajo del cuerpo el acero ensangrentado y se volvió, pues un primitivo instinto le había advertido del peligro. Otro rostro que se cernía sobre el suyo, o por lo menos la parte de aquel que no quedaba cubierta por el negro yelmo, estaba lleno de rabia, crispado como si hubiera querido blandir una espada en vez de una cachiporra. Sin embargo, la gruesa clava, más larga que el brazo de un hombre, podía partir cráneos si golpeaba con fuerza suficiente, y el jinete puso toda su voluntad en ello. La espada del cimmerio centelleó al acometer hacia arriba, al clavarse en carne y huesos. La cachiporra y la mano que todavía la aferraba cayeron al suelo. Cuando el hombre, chillando, se agarró el muñón bañado en sangre con la mano que le quedaba, su caballo se desbocó y lo alejó de allí. Conan se apresuró a buscar un nuevo enemigo.

Malak estaba enzarzado con otro de los que llevaban la red, e intentaba desmontarlo. Una de las dagas del ladrón de poca estatura se clavó entre yelmo y coraza. Con un grito que se convirtió en gorgoteo, el jinete cayó, y arrastró a Malak en su caída. El ladrón de ojos negros se puso en pie al instante, con las dagas prestas. El otro hombre no se movió.

Por un instante, Conan y su compañero hicieron frente a los cinco atacantes que seguían con vida. La red había quedado abandonada en el suelo. Los otros dos que habían ayudado a acarrearla tenían aferrado el puño de la espada. Los que blandían clavas parecían vacilar. De pronto, uno de ellos soltó la cachiporra; antes de que hubiera acabado de desenvainar la espada, el cuerno sonó de nuevo. Entonces, tras proferir un juramento, volvió a envainarla, y los cinco regresaron galopando al círculo de guerreros.

Malak se lamió los labios.

—¿Por qué quieren capturarnos vivos? No lo entiendo.

—Puede que Amfrates esté todavía más loco de lo que pensábamos —respondió Conan, sombrío—. Quizá quiere ver durante cuánto tiempo puede hacernos chillar el Gremio de Torturadores antes de que muramos.

—¡Por Mitra! —exclamó Malak—. ¿Por qué has tenido que decírmelo?

Conan se encogió de hombros.

—Tú me lo has preguntado. —El cuerno volvió a sonar—. Prepárate. Van a atacarnos de nuevo.

Una vez más, cuatro jinetes se adelantaron con una red extendida, pero, esta vez, una veintena de otros guerreros los escoltaban. Cuando se acercaron, Conan hizo un gesto con disimulo; Malak se encogió de hombros y asintió. Ambos aguardaron de pie, igual que habían hecho antes. La red se acercó más y más. A solo tres pasos de ellos, la mitad de los escoltas formaron en torno a la red. Esta vez no podrían cortarla fácilmente, ni matar a sus portadores.

Cuando los escoltas se acercaron a la red, Conan saltó a la izquierda y Malak a la derecha. Tanto los portadores de la red como los escoltas pasaron galopando entre ellos, profiriendo maldiciones e intentando obligar a los caballos a volverse. Una cachiporra trató de golpear la cabeza de Conan. El hombre que la blandía gruñó, sorprendido, cuando el cimmerio le aferró la muñeca con la mano, y gritó incrédulamente cuando el corpulento joven lo desmontó de un tirón. Conan le agarró el puño de la espada y lo empleó para golpearle; el otro escupió sangre y dientes, y se desplomó.

El estruendo de cascos advirtió a Conan de que alguien le atacaba por la espalda. Cogió la larga cachiporra que acababa de caer de una mano sin fuerzas y, poniéndose en pie, dio un golpe del revés con la clava. La gruesa porra de madera se agrietó al golpear en el vientre al atacante. El jinete abrió los ojos desorbitadamente y soltó aire con un único y sofocado jadeo; dobló el cuerpo como si hubiera tratado de aferrar la clava con todos sus miembros, y cayó del caballo.

—¡Conan!

Antes de que el último oponente cayera a tierra, el cimmerio ya estaba tratando de averiguar por qué había gritado Malak. Dos de los guerreros en armadura negra estaban inclinados para golpear con sus clavas un cuerpo ensangrentado que se debatía en tierra.

Gritando salvajemente, el cimmerio se arrojó contra ellos, y asestó mandobles con su sangriento acero. Cayeron dos cadáveres a su lado, mientras ponía en pie al ladrón de poca estatura, que tenía la mirada aturdida y reguerillos de sangre por el rostro. Vio que los portadores de la red se acercaban de nuevo, y que Malak apenas si se ponía sostener en pie, y que, desde luego, no estaba en condiciones de luchar.

Henchiendo los músculos del robusto hombro y del brazo, Conan arrojó a su compañero a un lado y saltó hacia la red. La agarró con la mano y tiró de ella. Un sorprendido guerrero fue catapultado desde su silla y aterrizó sobre la trama de gruesas cuerdas, y se fue enredando en ella a medida que se revolvía. Una clava golpeó las espaldas del cimmerio, le hizo tambalearse, pero este se volvió, rugiendo, y clavó su acero bajo una coraza de hierro.

No tenía esperanzas de escapar. Lo sabía. Se apiñaban demasiados hombres a su alrededor, y le golpeaban con mazas y clavas. El polvo que levantaban los caballos se le pegaba en el sudoroso cuerpo. El olor a cobre de la sangre le llenaba las narices, y tenía los oídos repletos del clamor de los hombres, que gritaban de rabia porque Conan no caía. Pronto tendría que derrumbarse, pero no se iba a rendir. Su espada era un torbellino de afilado acero, que teñía de color encarnado todo lo que tocaba. Tan solo con su furia, se abría paso a cuchilladas entre la pina de hombres montados; pero la masa giraba y volvía a envolverle.

El cuerno sonó con fuerza, la insolente nota volvió a hacerse oír entre el tumulto. Y los hombres que se habían agolpado en torno a Conan se retiraron. Con obvia reluctancia, abandonaron a sus callados muertos y gimoteantes heridos, y se alejaron al galope para volver a formar en círculo a trescientos pasos de distancia.

Conan contempló maravillado cómo se marchaban. La sangre se mezclaba con el polvo en su rostro, y le manchaba la espalda y la pechera de la túnica. Vio que Malak ya no estaba. Sí, sí estaba. Capturado. En la red, y un brazo y una pierna asomaban por entre la gruesa urdimbre, como un cerdo de camino hacia el mercado. La pena se adueñó del cimmerio, y la resolución de no terminar de aquella manera.

Se volvió lentamente, tratando de no perder de vista a quienes le rodeaban. Algunos caballos deambulaban sin jinete entre el círculo y él mismo. Podía hacerse con alguno y abrirse camino luchando, si se decidía a abandonar a Malak. No trató de acercarse a los caballos. Algunos de los caídos estaban cerca de él; unos yacían inertes, otros se retorcían. Unos pocos gritaban pidiendo socorro,

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