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  2. Conan el defensor
  3. Capítulo 2
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militar.

—No necesito magia para triunfar como espadachín —dijo Vegentius con desprecio. Pero tampoco trató de coger otro de los objetos.

—¿Demetrio? —dijo Albanus—. ¿Sefana?

—Me desagrada la brujería —replicó el esbelto joven, rechazando abiertamente los objetos que había en la mesa.

Sefana estaba hecha de otra madera, pero igualmente negó con la cabeza.

—Si estas hechicerías pueden expulsar a Garian del Trono del Dragón, me doy por satisfecha. Y si no pueden…

Su mirada se cruzó por un momento con la de Albanus, y luego se volvió.

—Yo me quedo con la espada —dijo de pronto Melius. Sopesó la espada, probó su equilibrio y rio.

—Yo, a diferencia de Vegentius, no siento escrúpulos por cómo llegue a ser un gran espadachín.

Albanus sonrió suavemente, pero la expresión de su rostro se endurecía.

—Ahora, oídme —salmodió, clavando en cada uno de ellos la mirada de sus ojos de obsidiana—. Os he enseñado tan solo una pequeña muestra de los poderes que conseguirán para mí el trono de Nemedia y harán posible que vuestros deseos sean satisfechos. No consentiré defecciones, ni intromisiones que entorpezcan mis designios. Nada se interpondrá en mi camino hacia la Corona del Dragón. ¡Nada! ¡Ahora, marchaos!

Se apartaron de su presencia como si ya se hubiera sentado en el Trono del Dragón.

1

El joven alto y musculoso andaba por las calles de Belverus, capital de Nemedia, plagada de monumentos y columnatas de mármol, con mirada cauta y la mano sobre el gastado forro de cuero del puño de su sable. Sus ojos de color azul profundo, y su capa adornada con pieles, indicaban que procedía de un país del norte. Belverus había visto muchos bárbaros del norte en tiempos mejores, sorprendidos por la gran ciudad, y fácilmente despojados de la plata que llevaban, o de insignificantes cantidades de oro, si bien luego, como no comprendían las costumbres de los hombres civilizados, la Guardia de la Ciudad tenía que expulsarlos, pues armaban barullo con la queja de haber sido embaucados. El hombre del que hablamos, sin embargo, aunque solo tenía veintidós años, andaba con la seguridad del que se había paseado por las calles empedradas de ciudades igual de grandes, o más grandes todavía, como Arenjun o Shadizar, llamada la Perversa; de Sultanapur y de Aghrapur; e incluso por las míticas ciudades de la lejana Khitai.

Iba por las Calles Altas, en el Distrito Mercantil, a menos de media milla del Palacio Real de Garian, rey de Nemedia, aunque él veía poca diferencia con Puerta del Infierno, el distrito en el que vivían los ladrones de la ciudad. Las tiendas, abiertas a la calle, habían sacado sus mesas, y las multitudes se apiñaban en torno a ellas, examinando paños de Ofir, vinos de Argos y mercancías de Koth y de Corinthia, e incluso de Turan. Pero las carretillas de los tenderos, que rodaban ruidosamente por las calles empedradas, llevaban poca comida, y al ver los precios el joven se preguntaba si podría seguir comiendo por mucho tiempo en aquella ciudad.

Entre las tiendas se apelotonaban los mendigos, todos tullidos, o ciegos, o ambas cosas, y los gemidos con que suplicaban limosna competían con los comerciantes que pregonaban su mercadería. Y en cada esquina había hombres duros de mirada cruel, mal vestidos, que acariciaban la empuñadura de su espada, o tenían en la mano afiladas dagas o pesadas cachiporras, y seguían con la mirada a algún obeso mercader que pasaba presuroso, o a la esbelta hija de algún tendero que se abría paso entre el gentío con asustada expresión. Solo faltaban para completar el cuadro las prostitutas, adornadas con brazaletes de cobre y latón, vestidas con simples camisas que merced a algunos escotes mostraban mejor la mercancía. Aun en el aire se percibía el pegajoso olor de la docena de barrios de mala vida que había visto: una mezcla de vómito, orina y excrementos.

De pronto, una carretilla cargada de fruta que pasaba por un cruce fue rodeada por media docena de rufianes, ataviados con una abigarrada compostura de retales de trajes finos con andrajos. El flaco vendedor no decía nada, miraba al suelo mientras enrojecía su enojado rostro, y los otros manoseaban su mercancía, tomaban un poco de aquí y un poco de allá, y luego lo arrojaban al suelo. Tras llenarse de fruta los pliegues de las túnicas, se marcharon pavoneándose, al par que retaban con sus ojos insolentes a decir algo a quien pasara por allí. Los bien vestidos transeúntes actuaban como si aquellos hombres fueran invisibles.

—Supongo que no pagaréis —se lamentó el vendedor, sin levantar la mirada.

Uno de los matones, un hombre con barba de pocos días que se cubría con una capa sucia orlada en oro la andrajosa túnica de algodón, sonrió con su boca de cariados dientes.

—¿Que si pagamos? Esto es lo que te pago.

Con el dorso de la mano le partió la mejilla al flaco comerciante, y este se desplomó gimiendo sobre el carretón. Con rechinante risa, el matón se unió a sus compañeros, que se habían parado a mirar el espectáculo, y siguieron avanzando por entre la multitud de compradores, que les dejaban pasar con apenas un murmullo ahogado.

El musculoso joven del norte se detuvo a un paso de la carretilla.

—¿No vas a llamar a la Guardia de la Ciudad? —le preguntó, curioso.

El comerciante se puso en pie cansinamente.

—Por favor. Tengo que alimentar a mi familia. Hay más carretillas por ahí.

—Yo no robo fruta, ni pego a viejos —dijo fríamente el joven—. Me llamo Conan. ¿No te protegerá la Guardia de la Ciudad?

—¿La Guardia de la Ciudad? —El viejo rio amargamente—. Se quedan en sus barracones para protegerse a sí mismos. Yo he llegado a ver a tres de esos canallas colgar a un guardia por los pies y caparlo. Eso es lo que piensan de la Guardia de la Ciudad.

Se limpió las manos temblorosas en la pechera de la túnica, fijándose en que todos le veían hablar con un bárbaro en el cruce.

—He de irme —murmuró—. He de irme.

Se agachó para recoger la carretilla sin mirar de nuevo al joven bárbaro.

Conan le observó con una mirada de compasión mientras se iba. Había venido a Belverus para alquilarse como guardia personal o soldado —ya había sido ambas cosas, así como ladrón, contrabandista y bandido—, pero, fuera quien fuese el que le pagara por la protección de su espada en aquella ciudad, no sería, por desgracia, uno de aquellos que más lo necesitaban.

Algunos de los matones de la esquina le habían visto hablar con el comerciante, y se le acercaron, pensando que se divertirían con el extranjero. Pero, cuando él les miró, con ojos fríos como los glaciares de las montañas de su nativa Cimmeria, comprendieron que la muerte andaba aquel día por las calles de Belverus. Llegaron a la conclusión de que había presas más fáciles. En cuestión de minutos, no quedaron matones en el cruce.

Unos pocos le miraban agradecidos, pues comprendían que gracias a él aquel lugar sería seguro durante un rato. Conan meneaba la cabeza, enfadado en parte consigo mismo, y en parte con ellos. Había venido a alquilar su espada por oro, no a limpiar las calles de escoria.

Un trozo de pergamino, arrastrado por un viento vagabundo, vino a dar en su bota. Despreocupadamente lo recogió, y leyó las palabras que habían escrito en él con buena letra redonda.

El rey Garian se sienta en el Trono del Dragón. El rey Garian se sienta en inacabable festín. Vosotros sudáis y os afanáis por una hogaza de pan, y aprendéis a ir por la calle presa del temor. No es nada justo este rey que tenemos, ojalá estén contadas las horas de su reinado. Mitra nos salve del Trono del Dragón y del rey que en él se sienta en inacabable festín.

Dejó que se lo llevara el viento, junto con otros similares que había esparcidos por la calle. Vio que alguna gente los recogía. Algunos, palideciendo, volvían a soltarlos, o los arrojaban con enfado, pero también los había que, furtivamente, doblaban y guardaban en la bolsa aquel pliego de sedición.

Belverus era una ciruela madura, lista para ser recogida. Él había visto ya los mismos indicios en otras ciudades. Pronto se desvanecería el manto de furtividad. Se alzarían los puños abiertamente frente al Palacio Real. Tronos más sólidos habían caído por menos.

De pronto, un hombre pasó corriendo con los ojos llenos de horror, y a sus pies cayó de rodillas una mujer que abría la boca como para gritar. Un tropel de niños pasó corriendo también, chillando cosas ininteligibles.

Se oyeron más gritos y chillidos por la calle, y la multitud salió corriendo hacia el cruce. Contagiaban su mismo miedo, y así otros se unían a la turbamulta sin saber por qué. Conan se abrió paso con dificultad hasta el borde de la calle, hasta una tienda que su dueño había abandonado. Se preguntó cuál podía ser la causa.

Entonces, la muchedumbre empezó a dispersarse y desapareció, y Conan vio que por la calle de la que huían había cuerpos tirados, pocos de los cuales aún se movían. Algunos habían sido pisoteados; otros, un poco más allá, habían perdido uno o ambos brazos, o la cabeza. Y andando por el centro de la calle venía un hombre ataviado con una túnica azul de ricos bordados, que llevaba en la mano una espada que tenía una hoja extraña, como ondulada, enrojecida en toda su longitud. Un hilillo de baba le caía de la comisura de los labios.

Conan echó mano de su propia espada, y volvió a envainarla. Por oro, se recordaba a sí mismo, no para vengar a unos extraños, víctimas de un loco. Se volvió para adentrarse en las sombras.

En ese mismo instante una niña salió corriendo de una tienda frente al loco, una cría que no tenía más de ocho años, que gemía mientras corría con pies veloces. Con un rugido, el loco alzó la espada y fue hacia ella.

—¡Por las tripas y la vejiga de Erlik! —gritó Conan.

Extrajo limpiamente la espada de su gastada vaina de chagrén y avanzó hacia el cruce.

La niña huyó corriendo y chillando, sin detenerse. El loco se detuvo. Visto de cerca, y pese a su rico atuendo, el cabello ralo y las ojeras le daban un aire como de escribano. Pero la locura se había adueñado de sus ojos castaños de mirada turbia, y no emitía otro sonido que inarticulados gruñidos. Las moscas volaban en torno de la fruta que los matones habían echado por el suelo.

Por lo menos, pensaba Conan, quedaban trazas de razón en aquel hombre, la suficiente como para no precipitarse hacia la espada de otro.

—Alto ahí —le dijo—. No soy una niña, ni un tendero que puedas acuchillar por la espalda. ¿Por qué no…?

Conan creyó oír un gemido hambriento, metálico. Un grito animal brotó de la garganta del loco, y este avanzó con la espada en alto.

El cimmerio alzó su propia arma para parar el mandoble y, con insólita velocidad, la espada de hoja ondulada atacó en otra dirección. Conan dio un salto atrás; la punta del arma del otro hombre alcanzó a rozarle el vientre, rasgándole la túnica, y también, como si hubiera estado hecha de pergamino, la ligera cota de malla que llevaba debajo de esta. Dio un paso atrás para ganarse espacio que le permitiera atacar, pero el loco le seguía, y con su arma ensangrentada tiraba tajos y trataba de acuchillarle con increíble velocidad. Lentamente, el joven musculoso iba retrocediendo.

Para su sorpresa, comprendió que estaba luchando a la defensiva contra aquel hombre flacucho

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