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  3. Capítulo 2
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claro que no eran demasiadas cosas que ofrecer para tener treinta y nueve años…

Mierda… La fecha.

Tenía cuarenta. Esa noche era su cumpleaños.

—A ver, cuéntame —dijo Adrian, inclinándose—. ¿Estás casado, Jim? ¿Por eso pasas de Vestido Azul? Venga ya, está buenísima.

—El físico no lo es todo.

—Sí, ya, pero está claro que tampoco hace daño.

La camarera se acercó y, mientras el resto pedía otra ronda, Jim le echó un vistazo a la mujer sobre la que estaban charlando.

Ella no apartó la mirada. No parpadeó. Se limitó a humedecer lentamente los labios rojos como si hubiera estado esperando a que él volviera a establecer contacto visual con ella.

Jim volvió a fijar la mirada en la Budweiser vacía y se movió en su sitio para cambiarse de posición, sintiéndose como si le hubieran metido brasas de carbón en los calzoncillos. Había pasado mucho tiempo desde la última vez. No se trataba de una época de escasez de lluvia, ni siquiera de sequía. Era más como el desierto del Sáhara.

Pues al parecer su cuerpo estaba listo para finalizar ese periodo en que lo único realmente activo había sido su mano izquierda.

—Deberías acercarte —dijo Adrian— y presentarte.

—Prefiero quedarme aquí.

—Lo que significa que puede que tenga que reconsiderar tu grado de inteligencia. —Adrian tamborileó con los dedos sobre la mesa y el pesado anillo de plata que llevaba resplandeció—. O al menos tu libido.

—Tú primero.

Adrian puso los ojos en blanco, claramente captando la idea de que no había ninguna posibilidad en lo que a Vestido Azul se refería.

—Vale, ya te dejo en paz.

El tío se recostó en el sofá para repanchingarse en él como lo estaba Eddie. Como era de esperar, no consiguió permanecer con la boca cerrada durante mucho tiempo.

—¿Os habéis enterado de lo del asesinato?

Jim frunció el ceño.

—¿Otro?

—Sí. Han encontrado un cadáver al lado del río.

—Suelen aparecer por ahí.

—¿En qué se está convirtiendo este mundo? —dijo Adrian, y se bebió de un trago lo que le quedaba de cerveza.

—Siempre ha sido así.

—¿Tú crees?

Jim se echó hacia atrás mientras la camarera plantaba las bebidas fresquitas delante de los chicos.

—No, lo sé.

Deinde, ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti…

Marie-Terese Boudreau levantó la vista hacia la ventana enrejada del confesionario. Al otro lado del panel, el rostro del sacerdote se veía de perfil y lleno de sombras, pero ella sabía quién era él. Y él sabía quién era ella.

Sabía perfectamente lo que ella hacía y por qué tenía que ir a confesarse, al menos, una vez a la semana.

—Puedes irte, hija mía. Cuídate.

Mientras cerraba el panel que había entre ambos, el pánico se le agarró al pecho. En esos momentos de silencio después de confesar sus pecados, el lugar degradante en el que había acabado quedaba al descubierto, las palabras que pronunciaba emitían una brillante luz sobre la horrible forma en que pasaba sus noches.

Las desagradables imágenes siempre tardaban un poco en desaparecer. Pero el sentimiento asfixiante que le producía el saber adónde se dirigía a continuación no hacía más que empeorarlo.

Recogió su rosario, puso las cuentas y los eslabones en el bolsillo del abrigo y recogió el bolso del suelo. Unos pasos fuera del confesionario la hicieron quedarse allí.

Tenía sus razones para querer pasar desapercibida, algunas de las cuales no tenían nada que ver con su «trabajo».

Cuando el ruido sordo de los tacones se hizo más débil, abrió la cortina de terciopelo rojo y se fue.

La catedral de San Patricio de Caldwell era más o menos como la mitad de la de Manhattan, pero aun así era lo suficientemente grande como para sobrecoger incluso a los fieles más indiferentes. Con sus arcos góticos que parecían alas de ángeles y un techo tan alto que parecía estar a sólo unos centímetros del cielo, se sintió a la vez indigna y agradecida de estar allí.

Y le encantaba el olor que había allí dentro. A cera de abejas, limón e incienso. Delicioso.

Mientras pasaba al lado de las capillas de los santos, iba entrando y saliendo del andamiaje que habían levantado para limpiar los mosaicos del triforio. Como siempre, las hileras de parpadeantes velas votivas y los tenues puntos de luz de las imágenes inmóviles la tranquilizaron, recordándole que había una paz eterna esperando al final de la vida.

Eso suponiendo que te dejaran cruzar las puertas del cielo.

Las puertas laterales de la catedral estaban cerradas a partir de las seis de la tarde y, como siempre, tuvo que salir por la entrada principal, algo que le parecía excesivo para ella. Aquellos paneles tallados eran mucho más apropiados para dar la bienvenida a los cientos de fieles que acudían a los servicios cada domingo… o para los invitados de bodas importantes… o para los fieles virtuosos.

No, ella era más una persona de las de puerta lateral.

Al menos, ahora lo era.

Justo cuando se estaba apoyando con todo su peso en la gruesa madera, oyó su nombre y miró por encima del hombro.

Allí no había nadie, al menos que ella viera. La catedral estaba vacía, ni siquiera había gente rezando en los bancos.

—¿Hola? —dijo, y su voz resonó—. ¿Padre?

No obtuvo respuesta, y un escalofrío le recorrió la espalda.

Con un rápido movimiento empujó su cuerpo contra la hoja izquierda de la puerta y salió a la fría noche de abril. Juntó las solapas de su abrigo de lana y se apresuró. Sus zapatos bajos hacían clip, clip, clip, al golpear los escalones de piedra y la acera, mientras se dirigía hacia el coche. Lo primero que hizo cuando estuvo dentro fue poner el seguro de todas las puertas.

Jadeando, echó un vistazo a su alrededor. Las sombras serpenteaban en el suelo bajo los árboles sin hojas, y la luna se podía entrever tras las nubes vagabundas. La gente se movía en las ventanas de las casas al otro lado de la iglesia. Un coche familiar pasó lentamente.

No había ningún acosador, ningún hombre con pasamontañas negro, ningún agresor al acecho. Nadie.

Intentando controlarse, consiguió poner en marcha su Toyota y se aferró con fuerza al volante.

Después de echar un vistazo a los espejos, salió con cuidado a la calle y se internó en el centro de la ciudad. Por el camino, las luces de las farolas y de otros coches le iluminaban la cara e inundaban el interior del Camry, dejando ver la bolsa negra de lona que estaba sobre el asiento del acompañante. Dentro estaba el horrible uniforme que pensaba quemar en cuanto saliera de aquella pesadilla, junto con todo lo que se había tenido que poner sobre el cuerpo cada noche durante el último año.

La Máscara de Hierro era el segundo lugar donde ella había «trabajado». El primero había saltado por los aires hacía cuatro meses. Literalmente.

No se podía creer que siguiera aún en el negocio. Cada vez que hacía la bolsa se sentía como si volviera a estar inmersa en una pesadilla, y no estaba segura de si las confesiones en San Patricio mejoraban o empeoraban la situación.

A veces tenía la sensación de que todo aquello sólo servía para remover la mierda que era mejor que siguiera enterrada, pero la necesidad de perdón era demasiado imperiosa como para resistirse.

Giró en la calle Trade y desfiló por delante de la concentración de clubes, bares y estudios de tatuaje que formaban Caldie Strip. La Máscara de Hierro estaba hacia el final y, como el resto, estaba a reventar todas las noches con su perpetua cola de aspirantes a zombis. Se metió por un callejón, dio un salto sobre el bache al lado de los contenedores y desembocó en el aparcamiento.

El Camry encajó perfectamente en un sitio que había al lado de la pared de ladrillo en el que se leía SÓLO PARA EMPLEADOS.

Trez Latimer, el dueño del club, insistía en que todas las mujeres que trabajaban para él usaran los espacios reservados que estaban más cerca de la puerta trasera. Era tan bueno como el reverendo en lo que a cuidar a sus empleados se refería, y todos se lo agradecían. Había una zona sórdida en Caldwell, y La Máscara de Hierro estaba justo en el meollo.

Marie-Terese salió del coche con su bolsa de lona y levantó la vista. Las brillantes luces de la ciudad eclipsaban las pocas estrellas que parpadeaban alrededor de las nubes irregulares, y el cielo parecía estar aún más lejos de lo que estaba.

Cerró los ojos y respiró profundamente unas cuantas veces aferrándose al cuello del abrigo. Una vez dentro del club, estaría en el cuerpo y en la mente de otra persona. De alguien a quien no conocía y que no querría recordar en un futuro. Alguien que le daba asco. Alguien a quien despreciaba.

Última respiración.

Justo antes de abrir los párpados, el pánico volvió a aflorar, haciendo que el sudor sustituyera al frío bajo su ropa y sobre su frente. Con el corazón palpitando como si estuviera huyendo de un atracador, se preguntó cuántas noches más como ésta le quedarían. La ansiedad parecía empeorar cada semana, era como una avalancha que aceleraba, que la arrollaba, cubriéndola con un peso helado.

Pero no podía dejarlo. Aún estaba pagando sus deudas… Algunas financieras y otras que le parecían existenciales. Hasta que volviera a estar en el punto de partida, necesitaba quedarse donde no quería estar.

Y además, se dijo a sí misma que no quería dejar de sentir esa horrible ansiedad. Significaba que no había sucumbido completamente a las circunstancias y que, al menos, una parte de su verdadero yo seguía vivo.

No por mucho tiempo, puntualizó una vocecilla.

La puerta trasera del club se abrió y una voz con fuerte acento pronunció su nombre de la manera más hermosa posible.

—¿Estás bien, Marie-Terese?

Ella abrió de golpe los ojos, se puso la máscara y se dirigió con calma deliberada hacia su jefe. Sin duda, Trez la había visto por una de las cámaras de seguridad; Dios sabía que estaban por todas partes.

—Estoy bien, Trez, gracias.

Él le abrió la puerta y, mientras entraba, sus ojos negros la analizaron. Con una piel del color del café, un rostro que parecía etíope por la suavidad de su estructura ósea y unos labios perfectamente simétricos, Trez Latimer era muy guapo. Aunque para ella lo más atractivo de él eran sus modales. El tío había hecho de la galantería toda una ciencia.

Aunque era mejor no llevarle la contraria.

—Haces lo mismo todas las noches —le dijo mientras cerraba la puerta tras ellos y echaba el cerrojo—. Te quedas de pie al lado del coche y miras al cielo. Todas las noches.

—¿Sí?

—¿Te preocupa alguien?

—No, pero si así fuera, te lo contaría.

—¿Te preocupa algo?

—No. Estoy bien.

Trez no parecía convencido mientras la escoltaba hasta el vestuario de las chicas y la dejaba en la puerta.

—Recuerda, estoy disponible veinticuatro horas al día, trescientos sesenta y cinco días al año. Puedes hablar conmigo cuando quieras.

—Lo sé. Y te lo agradezco.

Él se llevó la mano al corazón e hizo una pequeña reverencia.

—De nada. Cuídate.

El vestuario tenía las paredes recubiertas de taquillas metálicas alargadas y lo atravesaban bancos atornillados al suelo. Contra la pared del fondo, ante un espejo de corista con luces había un tocador de dos metros de largo lleno de maquillaje, y había pelucas, ropa minúscula y zapatos de tacón de aguja por todas partes. El aire olía a sudor femenino y a champú.

Como siempre, tenía el sitio para ella sola. Era siempre la última en llegar y la primera en irse, y ahora que estaba en modo trabajo no había vacilaciones ni interrupciones en la rutina.

El abrigo dentro del armario. Lo

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