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  3. Capítulo 1
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En el mundo hay siete pecados capitales y sólo un ángel caído podrá salvar a la humanidad de cometerlos.

Jim Heron, antihéroe por excelencia, tiene un pasado tortuoso, no siempre ha acertado con las decisiones que ha tomado. Su vida ha estado envuelta en diferentes gamas grisáceas, su alma nunca ha sido o blanca o negra. Pero tras un accidente se encuentra ante las puertas de otra vida, tendrá que caminar entre dos mundos, y para bien o para mal sus acciones determinarán el destino de la Humanidad. Siete almas están a punto de cometer siete pecados capitales y Jim es el reciente y atípico ángel caído encargado de impedirlo.

Vin DiPietro, su antiguo jefe, la primera alma, y el primer pecado: la codicia.

J.R. Ward

Codicia

Ángeles Caídos – 1

ePub r1.1

sleepwithghosts 28.09.15

Título original: Covet

J.R. Ward, 2009

Traducción: Eva Carballeira

Editor digital: sleepwithghosts

ePub base r1.2

Para nuestro Theo

«

D

emonio» era una palabra horrible.

Y tan de la vieja escuela. Cuando la gente oía «demonio», se imaginaba todo tipo de caos, como en un cuadro de El Bosco; o peor aún, como en esa basura estúpida del Infierno de Dante. Por favor. Montones de llamas y almas atormentadas, y todo el mundo gimiendo.

Vale, puede que en el infierno hiciera un poco de calorcito. Y que si en él hubiera habido un pintor de cámara, El Bosco habría sido lo mejor de lo mejor.

Pero ésa no era la cuestión. El demonio se consideraba más un entrenador con libre albedrío. Mucho mejor, más moderno. El anti Oprah, por así decirlo.

Todo era cuestión de influencias.

La cuestión era que las características de las almas no eran diferentes a los componentes del cuerpo humano. La forma corpórea tenía una serie de órganos rudimentarios, como el apéndice, las muelas del juicio y el coxis, todos ellos innecesarios en el mejor de los casos y, en el peor, capaces de hacer peligrar el funcionamiento del conjunto.

Con las almas sucedía lo mismo. Ellas también tenían cierto bagaje inútil que les impedía funcionar como era debido, pedazos incómodos y puritanos que colgaban como un apéndice esperando a infectarse. La fe, la esperanza y el amor… La prudencia, la templanza, la justicia y la fortaleza… Todo ese amasijo inútil infiltraba demasiada maldita moralidad en el corazón, y se interponía en el camino del alma y su deseo innato de malignidad.

El papel de un demonio era ayudar a la gente a reconocer y expresar su verdad interior sin permitir que le empañase toda esa mierda de humanidad, que no hacía más que incordiar. Mientras la gente permaneciera fiel a su esencia, las cosas irían por el buen camino.

Y últimamente había sido más o menos así. Entre las guerras que había en el planeta, el crimen, la indiferencia por el medio ambiente y esa fosa séptica de las finanzas llamada Wall Street, a lo que había que añadir las desigualdades que reinaban por doquier, la cosa iba bien.

Por hacer una analogía deportiva, la Tierra era el campo de juego y el partido llevaba jugándose desde que se había construido el estadio. Los Demonios eran el equipo local. El visitante era el de los Ángeles, los proxenetas de esa quimera de felicidad, el cielo.

Donde el pintor de cámara era Thomas Kincaid, hay que joderse.

Cada alma era un quarterback en el campo, una participante de la lucha universal de lo bueno contra lo maligno, y el marcador reflejaba el valor moral relativo de sus hechos en la Tierra. El nacimiento era el saque inicial y la muerte era el final del partido, cuando la puntuación se añadía a una cuenta mayor. Los entrenadores tenían que permanecer en las líneas de banda, aunque podían añadir diferentes complementos para los jugadores humanos sobre el campo para tratar de influir en la situación y también pedir tiempo muerto para arengar a los jugadores. Era lo que se conocía comúnmente como «experiencia cercana a la muerte».

El problema era el siguiente: como si se tratase de un espectador que estuviera viendo un partido de pretemporada en un frío asiento con demasiados perritos calientes en el estómago y un gritón sentado justo detrás de la oreja, el Creador estaba observando la salida.

Demasiadas pérdidas de balón. Demasiados tiempos muertos. Demasiados empates que llevaban a demasiadas prórrogas no resueltas. Lo que había comenzado como una apasionante competición había perdido, evidentemente, todo su atractivo y a los equipos ya les habían dado el aviso: id acabando el partido, chicos.

Así que ambos bandos tuvieron que ponerse de acuerdo para designar a un solo quarterback. A un quarterback y siete jugadores.

En lugar del interminable desfile de humanos, todo se redujo a siete almas situadas en la cuerda floja entre lo bueno y lo maligno… Siete oportunidades para decidir si la humanidad era buena o mala. El empate no era una posibilidad y se jugaban… todo. Si el equipo de los Demonios ganaba, se quedaba con las instalaciones y con todos los jugadores que hubiera y que llegara a haber. Y los Ángeles se convertían en sus esclavos para toda la eternidad, lo cual hacía que la tortura de los pecadores humanos pareciera un aburrimiento.

Si los Ángeles ganaban, la tierra en su totalidad se convertiría en una ridícula mañana de Navidad gigante, en una arrasadora ola de felicidad, cordialidad, bondad y convivencia que se apoderaría de todo. Con ese espantoso panorama, los Demonios dejarían de existir no sólo en el Universo, sino en los corazones y en las mentes de toda la humanidad.

Aunque teniendo en cuenta toda esa felicidad y alegría, era lo mejor que les podía pasar llegada esa situación. Eso, o que les clavaran una y otra vez un palo en un ojo.

Los Demonios no soportaban la idea de perder. Simplemente, no era una opción. Siete oportunidades no eran demasiadas, y el equipo visitante había ganado el cara o cruz metafísico, así que fueron ellos los que propusieron al quarterback que iba a dirigir a las siete «pelotas», por así decirlo.

Ah, sí… el quarterback. Como es lógico, la elección de esa posición clave fue motivo de una acalorada discusión. Al final, sin embargo, acabaron eligiendo a uno, uno en el que ambos bandos estuvieron de acuerdo. Uno con el que ambos entrenadores esperaban inclinar la balanza hacia sus valores y objetivos.

El pobre imbécil no sabía dónde se metía.

La cuestión era que, sin embargo, los Demonios no estaban dispuestos a poner una responsabilidad tan trascendental en manos de un humano. El libre albedrío era maleable, después de todo, y ésa era la base de todo el juego.

Así que decidieron sacar a un jugador al campo. Iba en contra de las normas, por supuesto, pero era implícito a su naturaleza. Y era algo que sus oponentes eran incapaces de hacer.

Ésa era la ventaja del equipo local: lo bueno de los Ángeles era que nunca meaban fuera del tiesto.

No les quedaba otro remedio.

Imbéciles.

1

—

A

quélla quiere algo contigo.

Jim Heron levantó la vista de su Budweiser. Al otro extremo del oscuro y abarrotado club, más allá de los cuerpos vestidos de negro y llenos de cadenas colgando, al otro lado del aire lleno de sexo y desesperación, divisó a la «aquella» en cuestión.

Había una mujer con un vestido azul de pie al lado de una de las escasas luces que había en el techo de La Máscara de Hierro, con un halo dorado flotando bajo su cabello castaño a lo Brooke Shields, su piel de marfil y su cuerpazo. Era una aparición, un toque de color que destacaba entre las sombrías candidatas neovictorianas adictas al Prozac, bella como una modelo, resplandeciente como una santa.

Y estaba mirándole a él, aunque él cuestionó la parte del interés: tenía los ojos hundidos, lo que hacía que pareciera que lo estaba analizando; el ansia que hizo que se le ralentizaran los pulmones podía ser producto, simplemente, de la forma del cráneo de ella.

¡Qué demonios!, tal vez ella sólo se estaba preguntando qué hacía él en el club. Qué hacían ambos.

—Te estoy diciendo que esa mujer quiere algo contigo, tío.

Jim levantó la vista hacia el señor Casamentero. Adrian Vogel era la razón por la que él había acabado allí, y La Máscara de Hierro era definitivamente el lugar perfecto para él: Ad iba vestido de negro de los pies a la cabeza y tenía piercings en sitios en los que la mayoría de la gente no querría ni ver acercarse una aguja.

—Qué va. —Jim le dio otro trago a su cerveza—. No soy su tipo.

—¿Tú crees?

—Sí.

—Eres idiota. —Adrian se pasó la mano por los negros rizos de su cabeza y éstos se pusieron en su sitio como si estuvieran bien entrenados. Dios, si no fuera porque trabajaba en la construcción y era un malhablado, te preguntarías si usaba laca de pelo para rociarse los alerones.

Eddie Blackhawk, el otro tío que estaba con ellos, sacudió la cabeza.

—Que no le interese no significa que sea idiota.

—Porque tú lo digas.

—Vive y deja vivir, Adrian. Es lo mejor para todos.

Recostado en el sofá de terciopelo, Eddie tenía más aspecto de motero que de gótico con sus tejanos y sus botas militares así que, igual que Jim, él también parecía fuera de lugar; aunque con la corpulencia que tenía el tío y aquellos extraños ojos de color marrón rojizo, era difícil imaginárselo encajando con alguien más que con una panda de aficionados a la lucha: incluso con aquella larga trenza con la que se recogía el pelo nadie se burlaba de él en la obra, ni siquiera aquellos techadores idiotas que eran unos botarates.

—Jim, parece que no eres muy hablador. —Adrian escudriñó la multitud, sin duda buscando una Vestido Azul para él. Después de fijarse en las bailarinas que se retorcían en las jaulas de hierro, se centró en la camarera que les atendía—. Y después de un mes trabajando contigo, sé que no es porque seas tonto.

—No tengo gran cosa que decir.

—Eso no tiene nada de malo —murmuró Eddie.

Ésa era probablemente la razón por la que Jim prefería a Eddie. Aquel hijoputa era otro de los miembros del Club de Hombres Parcos, un tío que nunca pronunciaba una palabra si un movimiento de cabeza o un gesto cumplían la misma función. Cómo se había hecho tan amigo de Adrian, que carecía de la posición de punto muerto en el cambio de marchas de su boca, era un misterio.

Cómo conseguía compartir piso con ese cabrón era algo inexplicable.

En fin. Jim no tenía intención alguna de descubrir los cómos, porqués y dóndes. No era nada personal. En realidad era del tipo de listillos cabezotas que podrían haber sido sus amigos en otro momento, en otro planeta, pero aquí y ahora, su mierda no le incumbía en absoluto y sólo había salido con ellos porque Adrian había amenazado con seguir insistiendo hasta que lo hiciera. Conclusión: Jim vivía la vida siguiendo el código de la no vinculación y esperaba que el resto del mundo lo dejara en paz dentro de su rutina de «soy una isla». Desde que había dejado el ejército había estado vagabundeando, y simplemente había acabado en Caldwell porque había decidido parar ya de conducir; tenía pensado volver a la carretera cuando finalizaran el proyecto en el que los tres estaban trabajando.

El caso era que, en lo que concernía a su antiguo jefe, era mejor continuar siendo un objetivo móvil. Nunca se sabía cuánto tiempo pasaría antes de que apareciera una «misión especial» y Jim fuera llamado a filas de nuevo.

Mientras finiquitaba su cerveza, pensó que le iba bien tener sólo su ropa, su camioneta y aquella Harley estropeada. Estaba

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