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en punto de la madrugada, el tercer miembro del equipo entró en el concurrido local de camioneros y se sentó frente a Sam Cayhall. Se llamaba Rollie Wedge y tenía a lo sumo veintidós años, pero era un veterano de confianza de la guerra de los derechos civiles. Dijo que procedía de Louisiana, que vivía ahora en algún lugar de las montañas donde nadie podría encontrarle y, a pesar de que nunca alardeaba, le repitió varias veces a Sam Cayhall que estaba perfectamente dispuesto a derramar su sangre en la lucha por la supremacía blanca. Su padre tenía un negocio de demolición y de él había aprendido a utilizar explosivos. Dijo que su padre pertenecía también al Klan y que le había inculcado la doctrina del odio.

Sam sabía poco acerca de Rollie Wedge y no creía mucho de lo que contaba. Nunca le preguntó a Dogan dónde le había encontrado.

Tomaron café y charlaron durante media hora. De vez en cuando la taza de Cayhall temblaba al estremecerse, pero el pulso de Rollie permanecía firme y tranquilo. Nunca parpadeaba. Habían trabajado juntos varias veces y a Cayhall le maravillaba el temple de alguien tan joven. Le había comentado a Jeremiah Dogan que aquel jovenzuelo nunca se excitaba, ni siquiera cuando se acercaban a su objetivo y manipulaba la dinamita.

El coche de Wedge había sido alquilado en el aeropuerto de Memphis. Cogió una pequeña bolsa del asiento trasero, cerró el vehículo y lo dejó en el estacionamiento de camiones. El Pontiac verde que conducía Cayhall salió de Cleveland hacia el sur, por la autopista sesenta y uno. Eran casi las tres de la madrugada y no había tráfico. A unos pocos kilómetros al sur de un pueblo llamado Shaw, Cayhall entró en un camino oscuro sin asfaltar y paró el coche. Rollie le indicó que se quedara en el vehículo mientras él inspeccionaba los explosivos. Sam le obedeció. Rollie se llevó la bolsa al maletero, donde hizo inventario del material. Dejó la bolsa en el maletero, lo cerró y le dijo a Sam que se dirigiese a Greenville.

Pasaron por primera vez frente al despacho de Kramer a eso de las cuatro de la madrugada. La calle estaba oscura y desierta, y Rollie dijo algo respecto a que aquél sería el trabajo más fácil que habían hecho hasta entonces.

–Es una pena que no podamos volar su casa -susurró Rollie, cuando pasaban frente a la residencia de Kramer.

–Sí, una pena -respondió Sam nervioso-. Pero tiene un vigilante.

–Sí, lo sé. Pero sería fácil deshacerse de él.

–Sí, supongo que sí. Pero hay niños en la casa.

–Mejor matarlos cuando son jóvenes -replicó Rollie-. Los pequeños cabrones judíos crecen para convertirse en grandes cabrones judíos.

Cayhall aparcó el coche en un callejón, detrás del despacho de Kramer. Paró el motor, abrieron ambos sigilosamente el maletero, cogieron la caja y la bolsa, y avanzaron cautelosamente junto a unos setos hacia la puerta trasera.

Sam Cayhall forzó la puerta posterior del despacho y a los pocos segundos estaban en el interior. Dos semanas antes, Sam había hablado con la recepcionista con el pretexto de preguntar por una dirección y luego le había pedido permiso para utilizar el lavabo. En el vestíbulo principal, entre el lavabo y lo que parecía ser el despacho de Kramer, había un estrecho armario lleno de montones de viejos sumarios y otros documentos jurídicos sin importancia.

–Quédate junto a la puerta y vigila el callejón.

–susurró decididamente Wedge.

Sam le obedeció al pie de la letra. Prefería vigilar a manipular explosivos.

Rollie dejó rápidamente la caja en el suelo del armario y conectó los cables a la dinamita. Era una labor delicada y a Sam se le aceleraba siempre el pulso cuando esperaba. Se colocaba ineludiblemente de espaldas a los explosivos, por si algo fallaba.

Permanecieron en el despacho menos de cinco minutos y regresaron por el callejón, dando un tranquilo paseo hasta el Pontiac verde. Se estaban convirtiendo en infalibles. ¡Todo era tan fácil! Habían colocado una bomba en la redacción de un pequeño periódico, porque su redactor había expresado una opinión neutral respecto a la segregación, y habían destruido una sinagoga en Jackson, la mayor del estado.

Condujeron a oscuras por el callejón y, al llegar a una travesía, se encendieron los faros del Pontiac verde.

En todas las bombas anteriores, Wedge había utilizado un temporizador de quince minutos, una simple mecha que se encendía con un fósforo, semejante a la de un cohete. Y como parte del ejercicio, a los artificieros les gustaba circular con las ventanas del coche abiertas, siempre por algún lugar de las afueras de la ciudad, cuando la explosión destruía el objetivo. Habían oído y sentido todas las explosiones anteriores, desde una distancia prudencial, mientras se alejaban tranquilamente del lugar del suceso.

Pero esta noche sería diferente. Sam se había confundido de calle en algún lugar y de pronto se encontraron ante las luces parpadeantes de un paso a nivel, contemplando un tren de mercancías bastante largo. Sam consultó varias veces el reloj. Rollie no dijo nada. Acabó de pasar el tren y Sam tomó otra calle equivocada. Estaban cerca del río, con un puente en la lejanía, en una calle de casas viejas. Sam volvió a consultar el reloj. En menos de cinco minutos el suelo se estremecería y prefería encontrarse en la oscuridad de una carretera solitaria cuando eso ocurriera. Rollie se movió sólo una vez, como si empezara a estar molesto con su conductor, pero no dijo nada.

Otra esquina y otra nueva calle. Greenville no era una ciudad muy grande y supuso que, si seguía girando, acabaría por encontrar alguna calle que le resultara familiar. La siguiente esquina que dobló erróneamente resultó ser la última. Sam dio un frenazo al percatarse de que había entrado contra dirección en una calle de sentido único. Y al frenar se le caló el motor. Colocó la palanca en punto muerto e hizo girar la llave. El motor de arranque giraba a la perfección, pero el coche no arrancaba. Entonces olieron a gasolina.

–¡Maldita sea! – exclamó Sam entre dientes-. ¡Maldita sea!

Rollie permanecía acomodado en su asiento, mirando por la ventana.

–¡Maldita sea! ¡Está ahogado!

Hizo girar de nuevo la llave, con el mismo resultado.

–No gastes la batería -dijo lenta y sosegadamente Rollie.

Sam estaba casi frenético. Aunque se habían perdido, tenía casi la absoluta seguridad de que no se encontraban lejos del centro de la ciudad. Respiró hondo y observó la calle. Consultó su reloj. No había ningún otro coche a la vista. Reinaba el silencio. Era una situación perfecta para que estallara una bomba. Vio en su mente la mecha que ardía por el suelo de madera. Llegó a percibir el temblor del suelo. Creyó oír el violento crujido de la madera, los ladrillos y el cristal. Diablos, pensó Sam mientras intentaba tranquilizarse, puede que nos alcancen los escombros.

–Dogan podía habernos mandado un coche decente -susurró para sus adentros.

Rollie, con la mirada fija en algo a través de la ventana, no respondió.

Habían transcurrido por lo menos quince minutos desde que habían abandonado el despacho de Kramer y había llegado el momento de los fuegos artificiales. Sam se secó las gotas de sudor de la frente e intentó arrancar de nuevo el coche. Afortunadamente el motor se puso en marcha. Miró a Rollie con una sonrisa, pero éste permanecía perfectamente indiferente. Retrocedió un par de metros y aceleró. La primera calle le resultó familiar y al cabo de un par de manzanas llegaron a la calle Mayor.

–¿Qué clase de temporizador has utilizado?

–preguntó finalmente Sam, cuando entraban en la carretera ochenta y dos, a menos de diez manzanas del despacho de Kramer.

Rollie se encogió de hombros, como para indicar que era cosa suya y que Sam no tenía por qué saberlo. Redujeron la velocidad al pasar junto a un coche de policía aparcado y aceleraron de nuevo en las afueras de la ciudad. A los pocos minutos, Greenville estaba a sus espaldas.

–¿Qué clase de temporizador has utilizado? – preguntó de nuevo Sam, en un tono ligeramente tenso.

–He probado algo nuevo -respondió Rollie, sin mirarle.

–¿Qué?

–No lo entenderías -dijo Rollie.

A Sam le ardían lentamente las entrañas.

–¿Un mecanismo de relojería?

–preguntó, al cabo de unos kilómetros.

–Algo por el estilo.

Condujeron hasta Cleveland en completo silencio. Durante algunos kilómetros, mientras las luces de Greenville desaparecían lentamente al fondo de la llanura, Sam estuvo medio a la expectativa de ver una bola de fuego u oír un estruendo en la lejanía. Pero no ocurrió nada. Wedge incluso logró quedarse un rato dormido.

El café estaba lleno de camioneros cuando llegaron. Como de costumbre, Rollie se apeó y cerró la puerta del coche.

–Hasta la próxima -sonrió por la ventana abierta, antes de dirigirse a su coche de alquiler.

Sam observó su pavoneo y se maravilló una vez más del aplomo de Rollie Wedge.

Eran ahora las cinco y media, y un ligero resplandor anaranjado empezaba a romper la oscuridad por el este. Sam condujo el Pontiac verde a la nacional sesenta y uno, y se dirigió hacia el sur.

El horror de la bomba de Kramer empezó realmente en el momento aproximado en que Rollie Wedge y Sam Cayhall se despedían en Cleveland. Lo inició el despertador de la mesilla de noche, cerca de la almohada de Ruth Kramer. Cuando sonó a las cinco y media, como de costumbre, Ruth se percató inmediatamente de que estaba muy enferma. Tenía un poco de fiebre, un terrible dolor en las sienes y sentía náuseas. Marvin la ayudó hasta el cuarto de baño, que no estaba lejos, y allí permaneció media hora. Hacía un mes que circulaba por Greenville una virulenta gripe y ahora acababa de invadir la casa de los Kramer.

A las seis y media la sirvienta despertó a los gemelos, Josh y John, que tenían ahora cinco años, les preparó rápidamente un baño, se vistieron y desayunaron. A Marvin le pareció preferible llevarlos al parvulario, como estaba previsto, para alejarlos así de la casa y, con suerte, del virus. Llamó a un amigo médico para que recetara

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