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que eran varas de fresno con puntas de hierro. El heraldo del rey fue a su encuentro, sin disimular su asombro al ver armas tan extrañas.

—Soy Wulfgar, mensajero del rey —se presentó—. ¿De dónde vienen?

—Venimos de las tierras del rey Hygelac.

—¿Cómo te llamas? —preguntó al que le había respondido antes.

—Mi nombre es Beowulf y desearía hablar con tu señor.

Hrothgar estaba reunido con sus vasallos en la sala del palacio cuando Wulfgar le comunicó la llegada de los godos y su solicitud de verlo.

—Es un buen capitán el que manda a los hombres. Lo llaman Beowulf.

El rey se quedó pensativo. Recordaba haberlo conocido cuando era niño. Sabía que su padre, el príncipe Ekto, se había casado con la hermana de Hygelac. Beowulf era el sobrino del rey godo. Según la gente del mar, el joven tenía en su puño la fuerza de treinta hombres.

—Corre hasta ellos y diles que vengan —ordenó—. Hazles saber que nuestro pueblo les da la bienvenida.

Wulfgar se acercó a los godos y les dio la respuesta de Hrothgar. Antes de entrar en la sala, les pidió que se despojaran de sus lanzas y escudos: no era costumbre presentarse armado ante el rey. Beowulf dispuso que algunos se quedaran a custodiar las armas, mientras que los demás ingresaron con él al Herot y se acercaron al trono del rey. El joven godo que estaba al mando de la tropa fue el primero en inclinarse ante Hrothgar: lo saludó con respeto y se presentó.

—No conocía aún tu sala. La gente de mar afirma, con razón, que es la más hermosa de las moradas. Dicen también que, cuando la luz de la tarde se oculta, queda sola bajo el cielo, desierta y abandonada a su suerte. Fue en mi tierra natal donde tuve noticias de tu lucha con Grendel. Hemos venido aquí desde muy lejos, para enfrentarnos con ese ogro.

Beowulf había oído que el monstruo atacaba sin armas. También él deseaba luchar sin ayuda de espada ni de escudo. Lo desafiaría con sus manos, aunque sabía que si Grendel lo vencía, lo devoraría.

—Muchas noches, mis hombres —le dijo el rey—, alzando sus espadas, juraban permanecer en el Herot y enfrentar a Grendel. Al día siguiente, el palacio amanecía teñido en sangre y el número de mis vasallos disminuía. Nada detiene a ese monstruo.

Unferth, el hijo de Edgelaf, estaba sentado a los pies de Hrothgar. Había escuchado a Beowulf atentamente y lo envidiaba. No podía admitir que ningún guerrero fuera más valiente que él.

—Beowulf —lo increpó—, ¿eres tú el que hace tiempo se desafió en las aguas con Breca?

El godo se sorprendió por la pregunta. Le contestó que sí, aunque no comprendía por qué el danés se refería a esa vieja lucha.

—¿No cruzaron ambos el mar exponiendo sus vidas?

—Así fue como lo hicimos.

—¿Pero nadie los previno de que no lo hicieran?

—Nos aconsejaron que desistiéramos de nuestro proyecto, pero ambos queríamos hacerlo.

Unferth se puso de pie y todas las miradas se dirigieron a él. Feliz por haber logrado concentrar la atención, prosiguió:

—¿Cuántos días duró aquella lucha?

—Siete días.

—¿Y Breca te venció porque tenía más fuerza que tú?

Sin dar tiempo a que Beowulf respondiera, Unferth avanzó en los detalles de esa vieja historia de mar, mientras recorría la sala de una punta a la otra. El auditorio aumentaba a medida que hablaba.

—Te echaste al mar agitando los brazos para avanzar en el agua. De pronto, una tempestad invernal encrespó las olas de tal manera que perdiste tu dominio sobre ellas. La victoria fue de Breca, pues no se dejó abatir ni por la furia del mar ni por los animales que a ti te derrotaron en un rápido combate. Ahora sé que te espera un fracaso mayor aún: Grendel te matará fácilmente, si te quedas a su alcance.

Unferth volvió a sentarse a los pies de Hrothgar. Tomó su copa labrada en bronce y bebió el vino sin mirar a nadie, disfrutando en silencio del efecto que sus palabras habían producido.

El ánimo de todos decaía. El alivio que habían sentido con la llegada de los godos se desmoronaba. Hasta hacía un momento, creían que Beowulf derrotaría al ogro. Ahora, comenzaban a perder las esperanzas.

El godo caminó despacio hasta encontrarse en el medio de la sala. Seguro y tranquilo, se dirigió a su adversario:

—En verdad, amigo, ignoro el motivo de tus calumnias, pero puedo asegurar a todos que nadie ha podido igualar mis hazañas en el mar.

—¿Por qué habría yo de mentir y no tú? —dijo astutamente Unferth.

—Ciertamente, es tu palabra contra la mía, pero al menos permíteme relatar mi versión de esa historia.

—Nada nos complacería más que un relato mentiroso, pues estamos habituados a los relatos fantásticos.

Beowulf no le contestó. Prefirió comenzar con su versión de la lucha:

—Es cierto que Breca y yo decidimos jugarnos las vidas en las aguas. Nos echamos al mar empuñando con fuerza las espadas que nos protegían de las ballenas. Pero Breca no pudo sacarme ventaja, pues era yo quien evitaba que se quedara atrás. Así nadamos cinco días, hasta que la marea nos separó. También es cierto que sobrevino una tormenta helada y el viento norte se alzó con fuerza. Una bestia marina me arrastró hasta las profundidades, pero pude alcanzarla con el hierro de mi espada.

Los daneses escuchaban perplejos.

—Al amanecer —continuó Beowulf—, los monstruos yacían heridos en la playa. Las aguas se calmaron cuando brilló el sol y así pude divisar las rocas de la costa. Nueve alimañas mató mi hierro. No supe jamás de nadie que sostuviera una batalla tan dura en el fondo del mar.

El auditorio estaba desorientado: no sabían a quién creer. No conocían aún a Beowulf, aunque de él se contaban historias asombrosas. Y, si bien nunca habían oído que Unferth hubiera sostenido tan fieros combates, sentían aprecio por él. El godo lo sabía. Fue por eso que le brillaron los ojos cuando lo desafió:

—Y si tu valor es tan grande, ¿por qué no enfrentas tú a Grendel?

Unferth permaneció en silencio. Tuvo que aceptar que la victoria era de Beowulf, pero sólo por el momento.

—Esta noche —prosiguió el godo—, tendrás oportunidad de medir nuestra fuerza y nuestro coraje. Y mañana todos podrán regresar sin miedo al palacio —concluyó, y su voz quedó resonando en la sala.

Terminada la disputa, se reanudó el festejo. Hrothgar intentaba disfrutar de la reunión, pero sus temores por lo que fuera a suceder esa noche no lo abandonaban. Antes de retirarse a su alcoba, entregó el mando de Herot a Beowulf.

—Eres el primero a quien cedo mi palacio. Cuida de él y espera al ogro. Si no pierdes la vida en la batalla, tendrás cuánto quieras.

Sólo los guerreros godos permanecieron en la sala. Beowulf se despojó de su cota de malla, su yelmo y su espada: había prometido luchar sin armas. Se recostó en uno de los bancos, mientras sus compañeros se preguntaban si volverían con vida a su patria. Sabían que muchos daneses habían encontrado la muerte en ese lugar.

Ya entrada la noche, Grendel salió de la ciénaga. Caminó hacia Herot por la tierra mojada, protegido por la oscuridad. Mientras atravesaba el bosque, dejaba tras de sí grandes huellas de barro.

Le bastó con tocar los cerrojos de hierro con sus inmensas garras para romperlos e ingresar al palacio. Avanzó lentamente por el pavimento de colores tan distintos a él. Sus ojos brillaban como el fuego.

Le sorprendió ver a tantos guerreros, pues hacía tiempo que merodeaba el Herot sin hallar rastro humano. En la penumbra de la sala, sonreía exhibiendo sus dientes afilados: saboreaba de antemano el inesperado banquete.

Antes de que los guerreros atinaran a reaccionar, atrapó a su primera presa. El yelmo de la víctima, adornado con la figura del verraco, rodó a los pies de Beowulf. Los godos se apresuraron a tomar las armas, pero la horrible visión del monstruo bebiendo la sangre del guerrero los paralizó. Beowulf fue el único que permaneció acostado, sin moverse siquiera. De ese modo pretendía llamar la atención del ogro.

Grendel extendió su garra y lo palpó. Apenas sintió el roce, el godo se alzó, dispuesto al ataque, y atrapó con fuerza la garra. El gigante forcejeó para soltarse, pero Beowulf no cedió.

El palacio retumbaba con la lucha. Era increíble ver cómo resistía tan dura batalla. Gruesos tirantes de hierro permitían que se sostuviera en pie. Dentro de la sala, los bancos de madera caían destrozados unos sobre otros. Un rugido poderoso y extraño se oía en toda la comarca. Los daneses estaban tan espantados que no se atrevían a acercarse.

Decididos a darle muerte, los godos empuñaron sus espadas y lo atacaron, pero no lograron herirlo. Ni el mejor hierro podía lastimarlo. Las espadas parecían perder el filo al contacto con su cuerpo. El ogro hechizaba las armas en cuanto rozaban su piel: ésa era su magia.

Mientras tanto, Beowulf continuaba aferrando la garra.

Su fuerza le permitía resistir el forcejeo, que cada vez era mayor.

De pronto, el grito de dolor más espantoso resonó en toda la tierra. Algunos reyes de continentes lejanos despertaron de su sueño preguntándose qué había provocado aquel grito. Los godos se tiraron al suelo y se cubrieron los oídos con mantas.

Beowulf le había arrancado el brazo a Grendel. La fuerza de su puño había vencido al ogro. Herido de muerte, el monstruo huyó a ocultarse a su guarida.

Los godos contemplaron absortos el brazo y la garra de Grendel que Beowulf sostenía entre sus manos. Satisfecho, se dirigió hacia la entrada del palacio y colgó su trofeo del techo del Herot. El brillo de la sala contrastaba con el áspero y tosco brazo del ogro.

Capítulo II

La venganza de Grendel

A la mañana siguiente a la muerte de Grendel, el palacio estaba rodeado por los daneses que acudían para enterarse de lo ocurrido. Casi ninguno de ellos había podido dormir a causa de los gritos. Mientras observaban la garra del ogro que colgaba del techo, se relataban unos a otros los detalles de la lucha.

Un reguero de sangre salía del palacio y se internaba en el bosque. Parecía indicar el camino por el que Grendel había huido. Algunos hombres decidieron seguir ese rastro, ayudados por las pisadas del monstruo, que habían marcado la tierra con grandes huellas.

De regreso al Herot, contaron a todos lo que habían visto. Siguiendo el camino indicado por las manchas de sangre, habían llegado hasta un lago donde las aguas hervían rojas y se revolvían en un furioso oleaje. Estaban seguros de que allí se había arrojado su enemigo.

Hrothgar entró al palacio acompañado por la reina. A medida que ambos subían por las gradas, podían contemplar de cerca la garra de Grendel colgando del techo dorado. Aquella zarpa era tan espantosa que tenía en cada dedo una uña de acero. Decían que nunca una espada, por dura que fuese, hubiera podido abatir a la fiera o cortar su garra.

Ya en la sala, el rey pidió que llamaran a Beowulf.

—Hace aún poco tiempo pensaba que nunca acabaría esta desgracia. Mi sala estaba roja de sangre. Desde ahora —le dijo—, te doy mi afecto y te tengo por hijo. Respeta este vínculo y guárdalo por siempre. Nada en la tierra te habrá de faltar de las cosas que tengo.

—Hubiera deseado que no escapara, pero no pude impedirlo —dijo el godo—. Resistimos con valentía, pero escapó cuando su brazo se desprendió del resto de su cuerpo. De todos modos, vivirá poco tiempo.

Unferth, el envidioso, permaneció a un costado, sin que nadie lo viera, masticando su odio. Ciertamente, Beowulf había demostrado tener mucho

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