al padrino o la madrina de un individuo.
No hay diferencia entre vivos y muertos.
Todos están buscando un hogar.
LASSITER
PRIMAVERA
1
—¡
E
l maldito va hacia el puente! ¡Dejádmelo a mí!
Tohrment esperó a oír el silbido que habían acordado como señal y cuando lo escuchó salió corriendo detrás del restrictor. Sobre la tierra y los charcos, sus piernas se movían como los pistones de un gigantesco motor mientras apretaba los puños con fuerza. Pasó como un relámpago junto a contenedores de basura y coches aparcados, alarmando a los indigentes y poniendo en fuga a las ratas. Saltó una especie de parapeto, esquivó a una motocicleta. Nada lo detenía.
Eran las tres de la mañana. El decadente centro de Caldwell, Nueva York, ofrecía suficientes obstáculos para que Tohr no se aburriera. Por desgracia, el maldito restrictor al que perseguía lo estaba llevando en una dirección que él no quería tomar.
Cuando llegaron a la rampa de acceso al puente que lleva al oeste, Tohr sintió aún más ganas de matar a ese maldito idiota. Frente a las posibilidades de actuar con discreción que ofrecía el laberinto de callejones que rodeaban los clubes nocturnos, el puente que cruzaba el Hudson estaba demasiado concurrido, había demasiados testigos incluso a esa hora. Ya no había atascos, claro, pero sí unos cuantos coches, y bien sabía que cada humano que viajara en uno de esos vehículos llevaría un maldito iPhone.
En la guerra que los vampiros libraban con la Sociedad Restrictiva solo había una regla: mantenerse alejados de los humanos. Esa raza de orangutanes erectos y entrometidos siempre representaba una complicación, y lo último que cualquiera de ellos necesitaba era la confirmación definitiva de que Drácula no era un producto de la ficción y que los muertos vivientes eran algo más que protagonistas de algunas de las pocas series de televisión que no se podían considerar una mierda.
Nadie quería aparecer en los telediarios, los periódicos ni las revistas.
Las apariciones esporádicas en Internet no eran tan graves. Después de todo, la dichosa red no tenía ninguna credibilidad.
Ese principio básico era, además, lo único en lo que estaban de acuerdo la Hermandad de la Daga Negra y sus enemigos. Vampiros y restrictores tenían el pacto implícito de matarse siempre lejos de la vista de los humanos. Los malditos asesinos podían matarte a ti o a tu shellan, masacrar a tus pequeños, lo que fuera… Pero tenían terminantemente prohibido perturbar a los humanos.
Porque eso sería un pecado mortal.
Por desgracia, el imbécil que huía como un loco por delante de Tohr parecía no estar al tanto de esa regla sagrada, lo cual no era muy preocupante pues se podía arreglar con facilidad clavándole una daga negra en el pecho.
Mientras un terrible gruñido brotaba de su garganta y los colmillos se alargaban, espeluznantes, en su boca, Tohr buscó en lo más profundo de su ser y echó mano de sus reservas de odio al mortal enemigo. Tenía que llenar el depósito para aprestarse al ataque.
Había tenido que recorrer un largo camino desde la terrible noche en que el rey y sus hermanos le dieron la noticia de que a todos los efectos su vida había terminado. Como el macho enamorado que era, su hembra formaba parte del corazón que latía en su pecho. Sin su Wellsie, Tohr quedó reducido a poco más que la sombra de lo que en su día había sido. Tras la tragedia era una forma sin sustancia. Lo único que lo impulsaba a seguir viviendo, si se podía llamar vida a su existencia, era la adrenalina de la cacería, la lucha y la muerte. Saber que a la noche siguiente, cuando se despertase, podría salir a cazar más.
Si no tuviese que vengar a sus muertos, bien podría estar en la gloria del Ocaso con su familia, que en el fondo era lo que deseaba. Tal vez esa fuese su noche de suerte. Quizá sufriese una herida mortal en el fragor del combate y al fin podría librarse de aquella tortura que llamaban vida.
La esperanza es lo último que se pierde.
Un bocinazo y el chirrido de llantas de coches frenando le indicaron que las complicaciones habían empezado.
En el preciso instante en que llegaba al final de la rampa de acceso al puente vio que el restrictor se estrellaba contra un Toyota y salía rebotado. El impacto hizo que el coche se parara enseguida, pero no detuvo la carrera del asesino. Como todos los restrictores, aquel maldito monstruo era mucho más fuerte y resistente que cuando era humano; la sangre negra y aceitosa del Omega le proporcionaba un motor más potente, una suspensión más fuerte y mayor capacidad de maniobra, además de mejor carrocería y neumáticos a prueba de bombas.
Pero, visto lo visto, el GPS era una mierda, sin duda.
Después de rodar por el pavimento, el asesino se puso de pie como si fuese un acróbata y siguió corriendo.
Sin embargo, notó Tohr, estaba herido, pues el asqueroso olor a talco para bebés se volvió más intenso.
Tohr llegó a la altura del coche accidentado justo cuando dos humanos abrían la puerta y salían aturdidos.
Al pasar junto a ellos como un rayo, Tohr gritó:
—¡Policía! ¡Dejen paso, esto es una persecución!
La treta funcionó: los humanos implicados en el accidente parecieron calmarse. Otros ya habían empezado a hacer fotos y el vampiro pensó rápidamente mientras continuaba con su implacable cacería. Cuando todo acabara, sabría dónde encontrarlos para borrarles sus últimos recuerdos y quitarles sus móviles.
Entretanto, el restrictor parecía dirigirse hacia el camino peatonal…, que desde luego no era el movimiento más inteligente. Si Tohr estuviera en el pellejo de ese imbécil habría tratado de robar el Toyota y salir zumbando de allí cuanto antes… Pero de pronto el vampiro vio que en realidad su enemigo no iba hacia la pasarela.
—Joder —masculló entre dientes.
Al parecer el verdadero objetivo del desgraciado era el puente. Saltó por encima de la barandilla que protegía la pasarela peatonal y se encaramó en el angosto reborde del puente. Siguiente parada: el río Hudson.
El asesino se volvió para mirar a su espalda; bajo la luz rosada de las farolas, su arrogante expresión era la de un chico de dieciséis años que se acababa de beber seis latas de cerveza para exhibirse delante de sus amigos.
Mucho ego. Nada de cerebro.
Al parecer iba a saltar. El maldito iba a saltar.
Imbécil. Aunque el glorioso y pringoso aceite que el Omega les daba por sangre confería un gran poder, eso no significaba que pudieran desafiar las leyes de la física. Con toda seguridad, la más elemental ley de Newton iba a entrar en acción. Así que cuando ese imbécil tocara el agua, el daño estructural sería irreparable. Lo cual no significaba que se matara, pero sin duda iba a quedar totalmente incapacitado.
En realidad, los malditos restrictores solo se morían al ser apuñalados. Cuando estaban malheridos, incluso mutilados, podían agonizar eternamente, entrar en descomposición sin por ello fallecer. Horripilante.
Tiempo atrás, antes de la muerte de Wellsie, probablemente Tohr habría dejado las cosas así. Que se pudriese aquel mierda, para qué perder más tiempo con él. En la escala de valores de la guerra era más importante borrar los recuerdos de los malditos humanos y correr a ayudar a John Matthew y a Qhuinn, que todavía estaban luchando allá atrás, en el callejón, que rematar al idiota del puente. Pero ahora tenía otras prioridades. No había marcha atrás: inevitablemente, Tohr y ese maldito asesino tendrían su tête-à-tête.
El vampiro también saltó por encima de la barandilla que separaba la pasarela del puente y se subió al borde de la gigantesca obra de ingeniería. Se agarró con la máxima firmeza y asentó los pies con una seguridad escalofriante.
La valentía del restrictor comenzó a resquebrajarse. Al ver la imponente figura de Tohr moviéndose con tanta seguridad por el entramado del puente trató de retroceder.
El vampiro rugió:
—¿Crees que me dan miedo las alturas? ¿Crees que no sé pelear al borde del abismo?
Una impresionante ráfaga de viento agitó sus ropas y sus cabelleras, amenazando con derribarlos. Lejos, muy lejos, allá abajo, las aguas negras del río parecían siniestramente deseosas de tragarlos.
Aquella agua, a semejante distancia, sería como asfalto para quien saltara.
—Estoy armado —gritó el asesino.
—Entonces usa el arma.
—Mis amigos vienen hacia aquí.
—¡Tú no tienes amigos!
Tohr vio que el restrictor era un recluta nuevo, pues su pelo y sus ojos aún no habían perdido el color. Delgado y nervioso, parecía un drogadicto al que se le habían cruzado los cables. En realidad probablemente era un yonqui que se había dejado convencer para unirse a la Sociedad.
—¡Voy a saltar! ¡Te juro que voy a saltar!
Tohr buscó con la mano la empuñadura de una de sus dos dagas y sacó la hoja de acero negra del arnés que llevaba en el pecho.
—Pues deja de amenazar con ello y comienza a volar.
El asesino miró por encima del borde.
—¡Lo voy a hacer! ¡Juro que lo haré!
Otra ráfaga de viento los golpeó desde otra dirección y el largo abrigo de cuero de Tohr ondeó en el vacío.
—Perfecto. A mí no me importa. Te voy a matar de todas formas, ya sea aquí arriba o allí abajo.
El asesino volvió a mirar hacia la negra sima, vaciló un momento y luego se soltó y cayó al vacío, mientras agitaba los brazos como si tratara de mantener el equilibrio para aterrizar con los pies.
Lo cual, desde semejante altura, probablemente haría que se le incrustaran los fémures en la cavidad abdominal. Aunque si caía de cabeza las perspectivas tampoco serían muy estimulantes.
Tohr volvió a guardar la daga en su funda y se preparó para descender. Respiró profundamente. Y entonces…
Al saltar al vacío y sentir la primera bocanada de vértigo percibió la ironía del momento. Había pasado mucho tiempo soñando con la muerte, rezando, rogando a la Virgen Escribana que se llevara su cuerpo y lo enviara con sus seres queridos. Sin embargo, jamás se le había pasado por la cabeza la idea del suicidio como solución; porque si uno se quita la vida por su propia mano no puede entrar en el Ocaso. Esa era la única razón por la cual no se había cortado las venas, ni se había comido el cañón de una escopeta, ni… había saltado de un puente.
Mientras caía, Tohr disfrutó con la idea de que por fin había llegado el momento, de que el impacto que tendría lugar más o menos en un segundo y medio sería el fin de sus sufrimientos. Lo único que tenía que hacer era colocarse bien, para caer de cabeza sin ninguna protección y dejar que ocurriera lo inevitable: primero la oscuridad, luego la parálisis y por último la muerte por ahogamiento.
Pero Tohr sabía bien que, a diferencia del restrictor, él sí tenía una salida. Si no recurría a ella, cometería suicidio y no habría Ocaso posible.
Así que se desintegró en plena caída libre. El poderoso cuerpo, sujeto a la implacable ley de la gravedad, se transformó en una nube invisible de moléculas que podía orientar a su voluntad.
Muy cerca de la nube, el asesino cayó al agua. No lo hizo, claro está, con el chapoteo de quien se tira a la piscina. El maldito cayó al agua como si fuera un misil que se estrella contra su objetivo. Fue como una explosión seca, rotunda, acompañada de espectaculares surtidores, la inmensa salpicadura producida por el violento impacto.
Tohr volvió a tomar forma corpórea encima de un soporte de cemento que se encontraba a la derecha del lugar donde cayó el restrictor. Y allí esperó. Tres…, dos…, uno…
Bingo.
Una cabeza apareció